El sábado por la mañana, estaba en Los Ángeles por trabajo y recibí un mensaje de texto de mi amiga Jana (cambié su nombre por razones de privacidad), quien es una de las primeras refugiadas sirias que se reubicaron en Denver.
Después de la orden ejecutiva del presidente Donald Trump excluyendo a personas como ella de Estados Unidos, hubiera entendido que me mandara un mensaje diciendo algo como: “Pero, ¿qué pasa con ustedes?”
Pero Jana me mandó una foto de sus niños de 2 y 3 años de edad con abrigos rojos iguales con parches de osos blancos. Debajo de la foto había una nota que decía: “Te extrañamos” y un emoji mandando un beso.
A Jana le encanta vestir a sus hijos como si fueran gemelos; eso es lo que quería mostrarme.
Cuando conocí a los hijos de Jana en 2015, mi mente recordó la foto del niño sirio de 3 años ahogado cabeza abajo en una playa turca. Los hijos de Jana tuvieron suerte; ese niño no la tuvo.
Ahora conozco a los hijos de Jana por lo que son, no por lo que simbolizan. A ellos les encanta armar alboroto, alimentar a los patos en su jardín y jugar a las carreras en sus bicicletas. Comen el azúcar directamente del frasco si se los permites.
Estamos viviendo una época en la que los niños, en vida y muerte, son símbolos de una crisis geopolítica. Las familias huyendo de guerras cargan con el peso de nuestras ansiedades nacionales. Acoger a los desconocidos es un acto político.
Conocí a Jana y a su familia trabajando como tutora a domicilio en el programa de inglés como segundo idioma para refugiados del Emily Griffith Technical College. En 2015, estaba preocupada por las noticias incesantes sobre la migración masiva, así que me metí al programa para ayudar a empoderar a los recién llegados con un inglés básico y, por lo menos, aliviar mi sentimiento de impotencia.
En el otoño, empecé a visitar a Jana en su hogar una vez por semana para lo que pensé sería una clase de dos horas de inglés de supervivencia: cómo manejarse por el hospital, el supermercado y el vecindario.
Con frecuencia, terminaba quedándome hasta tarde por la noche. Sus hermanos, cuñadas, sobrinos, primos y madre entraban y salían del departamento. Los hermanos me saludaban chocando puños y me enseñaban saludos en árabe; las cuñadas me daban abrazos y besos en la mejilla.
Y me daban de comer. Tanto.
Comidas y postres increíblemente deliciosos completaron la mayoría de mis visitas: galletas con pistachos, licuados de plátano, miel y yogur, remolacha en curtido y bolitas de carne hechas en casa, tazas diminutas de café expreso con cardamomo, dulces, queso salado, budín de arroz y un pan sin levadura disponible con todas las comidas y acompañada por un poco de desdén, pues mis anfitriones decían que no era para nada tan bueno como el que comían en Siria.
Me iba de su apartamento con regalos, incluyendo un sombrero peludo en forma de oso panda, con la cara y oídos completos, que estoy usando ahora mismo para calentarme mientras escribo este artículo.
Una tarde, después de una clase sobre vocabulario para describir ropa, Jana sacó un vestido tejido color morado y me lo dio. Me dijo que solía usarlo para ir a fiestas en Homs, una ciudad en el oeste de Siria, y en Jordania, y que era uno de sus favoritos. ¿Para qué me lo das a mí? “Porque… ¡Te quiero!” dijo.
Conforme las clases continuaron y su vocabulario aumentó, Jana me contó más y más de su historia. Su familia es de Homs, en donde vivían juntos en una casa grande con una rama del árbol genealógico habitando cada piso.
Jana se graduó de la preparatoria y había empezado a estudiar enfermería cuando empezó la guerra civil. Su esposo, Hamad, era gerente de una tienda, un puesto al que había ascendido después de haber empezado a trabajar ahí como mensajero durante su adolescencia. La pareja tomó un autobús a Amán para escapar la guerra mientras Jana estaba embarazada de su primer hijo y vivieron tres años en Jordania, pasando por un proceso riguroso de chequeo de antecedentes y aprobación para reubicarse. (Me parece que debería mencionar esto en algún momento: La familia es musulmana.)
Una vez, ayudé a Hamad a completar una solicitud para un trabajo nuevo en Denver. “¿Cuál fue la razón por la que dejaste tu trabajo anterior?”, decía una de las preguntas en la solicitud. ¿Qué otra respuesta sería suficiente? Completé el espacio en blanco con Hamad: “Guerra civil”.
¿Domicilios y nombres de empleadores anteriores? Hamad dijo que estaba en la Calle Damasco. Jana agregó, con una expresión de confusión: “Pero ya no existe”.
Este sábado, después de que Jana me mandara el mensaje de texto, hablamos sobre las noticias recientes. Ella dijo que era el mismo mensaje que todos los refugiados sirios escuchan en todo el mundo: No son bienvenidos aquí.
Pero sentirse bienvenido es importante para la seguridad nacional y para la equidad en salud. La falta de redes de apoyo social y sentirse marginado dañan la salud y el bienestar. Además, algunos estudios sugieren que la gente “radicalizada” con tendencias terroristas empiezan con sentimientos de agravio contra la sociedad y de pérdida de su propia importancia en el mundo, y que aceptar y honrar a otras personas y culturas podría prevenir tales situaciones.
Empecé a ofrecerme de voluntaria por la convicción de que es mi deber “dar la bienvenida a los desconocidos”. Pero la familia de Jana me ganó completamente con sus esfuerzos por darme la bienvenida a mí.
Aunque su inglés es básico, saben bien una palabra y me la dicen constantemente: Bienvenida.
Sería de sabios contestar lo mismo.