Una publicación de The Colorado Trust
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Por Justin Garoutte

La primera vez que salí del clóset fue dentro de un clóset en Conejos. Es que este clóset estaba junto a otro, ambos conectados por una pequeña abertura y un pedazo de tele entre ellos. En uno de esos clósets estaba sentado un niño de 13 años con miedo de irse al infierno, en el otro estaba un hombre que podía absolverme de mis pecados y salvarme de las hogueras más profundas.

Esta misma situación se repitió una y otra vez por seis años. Yo me crie católico en Antonito, un poblado de solo 800 personas a una hora y media al sur de aquí. Ninguno de mis padres era muy religioso, pero igual logré obsesionarme con la Iglesia como mi fuente de esperanza para corregir los sentimientos que tenía y no podía poner en concordancia con ninguno de mis entornos. Así que iba a confesarme una vez por semana con la esperanza de que el sacerdote hiciera un milagro y enderezara mi vida. Recé cientos de avemarías y padrenuestros durante esos años opresivos, sin embargo a Dios no parecía importarle y me vi forzado a buscar en otros lugares.

Internet fue tanto una bendición como una maldición. Pasé muchas noches ya tarde en la cocina de mi madre, después de que ella se había ido a dormir, con la libertad de explorar mi sexualidad (la cocina era en ese entonces el único lugar donde podía conectarme a AOL con nuestra línea telefónica fija). Las salas de chat de AOL me dejaron entrar en mundos totalmente nuevos a los que de otra forma no hubiera tenido acceso en esta zona rural de Colorado. Virtualmente pude conocer a otros chicos en línea, encontrar respuestas a mis preguntas que ninguno de mis padres podía darme, ya que todavía no sabían por lo que yo estaba pasando.

Pero la voz del padre Benito se aparecía en mi cabeza tarde por la noche, justo ahí en la cocina, desafiando lo que estaba haciendo en línea y recordándome que, si no paraba, nunca iría al cielo. Eso es lo que me llevó a buscar terapia de conversión en línea. Si Dios no me iba a cambiar, entonces lo haría yo mismo. Unos cuantos clics después, me inscribí a una clase de pureza sexual con un mentor y un resultado heterosexual garantizado. Así fue como me atraparon. Empezaba todo muy bien, me convencía a mí mismo de que lo iba a lograr, que nada se interponía en mi camino. Pero después de 10 lecciones, fracasaba, regresaba al confesionario y empezaba el proceso de nuevo. No sé cuántas rondas de terapia hice, pero obviamente no funcionó.

Por otro lado, este tipo de terapia debe prohibirse en todo el mundo: es dañina, desacreditada por la medicina y causa mucho dolor, especialmente cuando a los niños los hacen pasar por ella durante una época de su adolescencia tan fundamental porque sus padres lo piden. Estoy muy agradecido de ver que Colorado prohibió la práctica a principios de este año, ¡y que se ha convertido en uno de un puñado de estados que prohíbe que se use esta práctica a veces letal en niños menores de edad!  

Regresando a mi historia, mi educación sexual no terminó en internet. Con frecuencia me escurría entre las repisas de libros en la biblioteca del Condado de Conejos en La Jara para encontrar cualquier libro que pudiera ofrecerme el escape que tanto anhelaba, cualquier libro que me diera un abrazo cálido y que me dijera que podía ser yo. Nunca encontré ese libro, pero si encontré bastantes libros sobre pubertad, lo que despertó mi interés y fascinación. Agradezco que existan libros y la red digital cuando la educación sexual inclusiva e integral con frecuencia no existe en los hogares ni en las escuelas del Colorado rural.

Un par de novias y seis años más tarde, me encontré a punto de obtener mi libertad. Empecé a estudiar como un Becado Daniels (¡gracias, Daniels Fund!) en Colorado College, completamente ignorante de lo transformadores que serían los próximos cuatro años de mi vida. En Colorado College fue donde lo que entendía del mundo en general se borró y volvió a escribirse. Puse todos esos padrenuestros y avemarías, junto con todas las lecciones de terapia de conversión y amenazas de irme al infierno, en una caja sellada en la esquina más profunda de mi clóset. De ese mismo clóset salió una bella caja con los colores del arcoíris que había estado esperando pacientemente por el momento correcto para abrirse.

Alrededor de un semestre después de empezar mis estudios, me encontré en la iglesia Nuestra Señora de Guadalupe en Conejos, en donde había pasado horas acumulando puntos para mi salvación como monaguillo. Mi hermana estaba sentada a mi derecha, mi abuela a mi izquierda, mi madre a un par de asientos de distancia. No sé por qué, pero lo hice: me di vuelta hacia mi hermana y le pregunté si sabía quién era Lady Gaga. Por supuesto, contestó. Entonces le dije que yo era como Lady Gaga. Obviamente no entendió lo que le estaba tratando de decir, con base en la cara de desconcierto que puso. Con el sacerdote dando su sermón desde el púlpito ese buen domingo hace 10 años, estaba seguro de que muy pronto un relámpago caería encima de la parroquia más antigua de Colorado en donde estábamos sentados, gracias a la palabras que yo estaba por mencionar. “Soy bi”, le dije a mi hermana, “tú sabes, igual que Lady Gaga”. (¿Es Lady Gaga bisexual?)  Esperé a que la luz de un relámpago y la cacofonía de un trueno en los ladrillos cayeran del cielo y que todos los que estábamos escuchando atentamente el sermón termináramos cubiertos de polvo esa mañana, pero nada de eso pasó. Mi hermana no pareció estar muy sorprendida, dijo que no importaba y reafirmó su cariño hacia mí. Esas pocas palabras cariñosas que me dijo, en medio de la misa esa mañana, levantaron la carga de seis años de preocupaciones, odio hacia mí mismo, pensamientos suicidas y desolación. Nunca olvidaré ese momento y a mi bella hermana que me apoyó entonces y me sigue apoyando hasta ahora.  

Al poco tiempo, después de haber retomado mis estudios y encontrado un hombre dulce y cariñoso tarde por la noche durante una fiesta universitaria, regresé a casa con la marca de un chupetón en el cuello. Esta marca me forzó a salir del clóset frente a mi madre y a la más joven de mis dos hermanas. Estabamos todos parados en la cocina, en esa misma cocina que facilitó mis escapadas nocturnas por internet. En algún momento, mi madre vio la marca del chupetón y me preguntó si era de mi novia. Antes de darme cuenta de lo que había contestado, lagrimas empezaron a caer por la hermosa cara de mi madre y mi hermana menor empezó a lanzar palabras homofóbicas hacia a mí. Mi otra hermana, la hermana de “creo que soy bisexual como Lady Gaga durante el sermón en Conejos”, se puso a perseguir por toda la casa a la hermana que decía las groserías y zapatos volaron por todas partes. Corrí llorando al baño de mi madre y me senté sobre el inodoro, inseguro y temeroso de lo que pasaría. Parecieron correr las horas antes que mi madre viniera al baño, con los ojos hinchados y rojos por haber llorado, y me dijera lo asustada que estaba de que me muriera de SIDA y que no estaba permitido que viniera con un novio a casa: nunca.

Diez años más tarde, mis padres han cambiado y me apoyan públicamente como un hombre homosexual de género queer. Me inspira mucho ver cómo mi padre ha participado tanto en la implementación de normas que protegen a estudiantes transgénero y de diversos géneros en el Distrito Escolar de Mountain Valley en Saguache, en donde trabaja como superintendente. Con frecuencia platicamos sobre cómo asegurar que los entornos escolares sean lugares seguros y acogedores para estudiantes lesbianas, bisexuales, transgénero y queer (LGBTQ), especialmente porque ahora trabajo en el Instituto de Estudios y Evaluación del Pacífico en un estudio enfocado en cómo reducir los suicidios de adolescentes LGBTQ en las high schools de Nuevo México.

Después de atravesar mi adolescencia tan solo, prometí nunca permanecer callado, especialmente cuando empecé a enseñar. Pegué una bandera gay en mi botella de agua y la coloqué a propósito al frente de mi escritorio antes de cada clase; me dije a mí mismo que si alguien tenía algún problema con ella, podía irse. Nadie eligió irse de una de mis clases. Cuando estaba enseñando, trabajé incansablemente para asegurar que los niños y adolescentes en Antonito no tuvieran que sufrir las mismas cosas por las que yo pasé. Trabajé duro para diversificar la biblioteca de la escuela y asegurar que libros sobre temas LGBTQ estuvieran disponibles para estudiantes de kínder a 12º grado y el personal de la escuela. Inicié el Club de Diversidad liderado por los estudiantes de 5o a 8o grado, donde nos reuníamos cada semana en un espacio seguro para hablar sobre temas de diversidad, desde el género hasta la sexualidad y más. Además, después de dos años de esfuerzos, la escuela adoptó un lenguaje y políticas inclusivas que protegen explícitamente a los estudiantes y al personal LGBTQ y se organizaron los primeros talleres de capacitación LGBTQ para maestros. Recientemente escuché que el Distrito Escolar de Center es el último distrito en el Valle sin normas que protegen a los estudiantes LGBTQ. Si eso es verdad y si alguno de ustedes trabaja en ese distrito o comunidad, ¡espero que se comuniquen con ellos!

Ya casi llegamos al año 2020 (eso significa que ya casi tengo 30 años, pero sigo siendo coqueto) y he logrado tanto. Pienso en aquellos primeros días cuando ensayaba y cantaba la canción “Barbie Girlo” con uno de mis cuatro primos gay. Pienso en cuando me escondía en el clóset de mi mamá para probarme su uniforme de porrista que por alguna razón me quedaba perfecto. Pienso en aquellas noches en las que me preguntaba si sería posible casarme con el hombre de mis sueños; ahora, no hay nada bloqueando mi camino con la igualdad en el matrimonio presente en Estados Unidos y un maravilloso hombre, Ethan Ortega, a mi lado.  

Estoy tan orgulloso de quién soy ahora y tan agradecido por toda mi familia y mis amigos que me apoyan, sin importar cuál sea mi sexualidad o identidad de género (lo que deben tener presente es que no es así para todos los que salen del clóset y no lo tomo a la ligera). Todavía nos falta mucho por hacer para asegurar que nuestra familia y nuestros amigos, todos los seres humanos, puedan vivir libremente, alcanzar sus sueños y desarrollarse con todo su potencial. Todos tenemos un papel que desempeñar para lograr eso. Todos y cada uno de nosotros contribuimos a crear, cambiar y diseñar el mundo en el que vivimos. Muchas personas, algunas de ustedes aquí presentes, invirtieron un sinnúmero de horas planeando la marcha del orgullo (“SLV Pride”) que ocurrió hace un par de semanas.  El 24 de agosto en Alamosa. Ethan y yo vinimos manejando desde Albuquerque para marchar en esta reunión tan inspiradora, un evento de esperanza y para un futuro más inclusivo justo aquí en el Valle de San Luis. Solo puedo imaginarme cómo el pequeño niño escondido en el clóset en los años 90 se hubiera sentido al ver el apoyo abierto de tantos adultos cariñosos. Para algunas personas jóvenes, eventos como Pride y el apoyo abierto de otros puede marcar la diferencia entre la vida y la muerte, especialmente cuando las tasas de suicidios entre los jóvenes LGBTQ son cuatro veces mayores que las de sus compañeros heterosexuales cisgénero.  

Les prometo que continuaré haciendo lo que pueda para crear este mundo, uno en el que se valore y celebre a cada persona según su belleza única. Pero debemos empezar por nosotros mismos, con nuestras propias vidas, y las cajas en nuestros propios clósets que necesitan desempacarse y procesarse. Estoy trabajando en esa caja de avemarías y padrenuestros que escondí hace 10 años. ¿En qué caja están trabajando ustedes?

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