En marzo de 2020, cuando el coronavirus doblaba la esquina y corría velozmente para aparecerse aquí en Colorado, ya era obvio que algunas comunidades se verían más impactadas que otras.
En una historia publicada en nuestro sitio web el 6 de marzo del año pasado, el periodista Michael Booth escribió sobre algunos de los lugares en los que el coronavirus quizás aterrizaría con mayor impacto: en los asilos, en las comunidades negras, en los hogares de personas con bajos ingresos. La palabra “trabajador esencial” todavía no se había convertido en parte normal de nuestras conversaciones, pero Booth se preguntaba entonces cómo el virus afectaría a aquellos con “trabajos orientados a las personas”.
En retrospectiva, como mucho, esa historia suena optimista.
Actualmente, más de 550,000 personas han muerto por COVID-19 en todo el país, y más de 6,000 solo en Colorado. Millones enfrentan hambre, millones están sin trabajo. Toda una generación de niños tuvo que dejar la escuela repentinamente e interrumpir su educación. La gente está de duelo.
Y como se predijo, el coronavirus se ha alimentado del racismo, la pobreza y la desigualdad. Es dos veces más probable, o más, que las personas indígenas, latinas y negras en Estados Unidos hayan muerto por COVID-19 que las personas blancas, según datos nacionales reunidos por los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades. Más de un tercio de muertes causadas por el coronavirus a nivel nacional están asociadas a centros de atención a largo plazo, en donde los estudios sugieren que los bajos salarios y las malas condiciones de trabajo de quienes cuidan a los pacientes contribuyó a la devastación.
Como si el temor al coronavirus no fuera suficiente, las personas asiático-estadounidenses también están siendo blanco de más ataques racistas y violentos.
No existe un aspecto positivo que resucitará a los muertos.
Solo existen las lecciones que el dolor produce, la luz pura de la furia, los fantasmas que demandan que hagamos algo.
Cuando un policía con una sonrisa condescendiente mató a George Floyd en la calle, el dolor se volcó hacia afuera.
El movimiento a favor de la justicia racial que produjo en el verano fue un movimiento para toda la vida. A pesar de todo el enfoque, necesario y obviamente insuficiente, en lavarnos las manos, usar mascarilla y mantener nuestra distancia, no fueron las diferencias en nuestro comportamiento individual que mataron a más personas negras que blancas. Fue el desgaste de toda una historia de discriminación, de desigualdades económicas que mantienen a las personas de color al frente de la batalla, del acceso desigual a medicamentos y atención médica. En breve, fue racismo.
Los líderes indígenas y chicanos también lo sabían. Hace mucho, aprendieron cómo un virus puede trotar junto a colonizadores como un perro violento y llevar a cabo el trabajo sucio del genocidio. Así que salieron a las calles a demandar que se visibilizara a su gente.
Y hubo resultados. Se aprobaron reformas significativas en las fuerzas de seguridad de jurisdicciones a lo largo del país, incluso en Colorado, y nuevas leyes para revocar una historia de impunidad en los asesinatos de mujeres indígenas.
Defensores en la comunidad de personas con discapacidades, quienes por años habían estado clamando que demasiada gente vivía en instituciones, encontraron que los sistemas cedieron para que permanecieran en sus hogares. Las personas que siempre habían sabido que una tienda de campaña era más segura que un refugio vieron a los líderes municipales ceder finalmente, por lo menos un poco. Sucedió una y otra vez.
¿Y ahora qué? La oportunidad de tomarnos un respiro, quizás. Otras crisis después de esta, seguramente. La violencia con armas de fuego nunca cesó, y los tiroteos masivos están sucediendo otra vez. La catástrofe climática nos acecha.
Qué tan bien sobreviviremos la próxima crisis dependerá de qué tan bien podamos absorber las lecciones de la pérdida: encontrar una forma de seguir avanzando, aunque lo único que queramos hacer es volver hacia atrás; de implementar una acción colectiva frente a un daño colectivo; de escuchar a las personas que siempre lo han sabido.
En enero de 2020, un especialista en ética llamado Miguel De La Torre, profesor en la Escuela de Teología Iliff, dio una plática en Denver sobre la esperanza. Específicamente, estaba en su contra. Estaba en contra de esperar que Dios resolviera el racismo, la injusticia y la pobreza. Estaba en contra de la esperanza simplista que promueven las organizaciones no lucrativas, iglesias o fundaciones cuando promovemos nuestras misiones o hacemos proselitismo en las comunidades donde trabajamos.
Lo que necesitábamos no era esperanza, dijo De La Torre, sino la desesperanza que conocen las personas que lo han perdido todo, o nunca lo tuvieron.
El año trajo una tras otra lección sobre cómo abandonar la esperanza. Las personas abandonaron la esperanza de que el virus no afectaría sus vidas. Los padres abandonaron la esperanza de que podrían depender de las escuelas para educar a sus hijos. Los trabajadores abandonaron la esperanza de mantener su trabajo.
La gente, tanta gente, abandonó la esperanza de que sus seres más queridos sobrevivirían el año.
Lo que hemos aprendido, en un año de desesperanza, es el poder del dolor.
No lo olvidemos. Es una lección que pocos de nosotros lograremos aprender otra vez.
Traducido por Alejandra X. Castañeda