Cada verano en el valle de San Luis de Colorado, un valle largo en un desierto de altura rodeado de montañas, José Martinez observa con admiración cómo el agua fluye desde una tubería de riego a través de los contornos de sus tierras y alimenta los ocho acres de alfalfa que cultiva cerca de su casa en San Francisco, un pueblo con menos de 90 personas. El agua proviene de una red de zanjas o canales comunales de riego, conocidas como “acequias”, término que proviene de una palabra árabe que significa “portadora de agua”. Los antepasados de Martinez que llegaron al sur de Colorado hace más de 150 años, junto con otras familias hispanas de lo que ahora es Nuevo México, construyeron las acequias y establecieron siete poblados alrededor del arroyo Culebra.
“Me pongo a pensar que, en ese entonces, estos hombres lo cavaron todo con lo que llamamos ‘a pico y pala’”, Martinez, de 76 años, me dijo cuando lo visité recientemente. Estábamos sentados en su cocina un día frío de octubre con su esposa, Junita, de 70 años, mientras ambos me explicaban cómo funcionan las acequias.
A diferencia de los canales de riego normales, las acequias son un recurso comunal propiedad de y gobernadas por sus “parciantes” o integrantes, el pequeño grupo de granjeros productores a pequeña escala con derecho al agua del canal. Las acequias también son igualitarias: ya sea que riegues un acre o 100 acres, tienes un voto en las decisiones sobre el canal a cambio de ayudar a limpiar y mantener la acequia. Los parciantes votan por una comisión de tres integrantes encargados de tomar decisiones sobre el mantenimiento y las operaciones del canal, además de por un “mayordomo” para gestionar la infraestructura de riego y decirle a la gente cuándo puede regar y cuándo debe cerrar sus compuertas.
En Colorado, hay acequias en cuatro de los condados más al sur que irrigan solo una mínima parte de los productos agrícolas del estado. Pero en una región donde algunos de los derechos al agua se han vendido al mejor postor y las ganancias privadas a veces se priorizan por encima del bienestar colectivo, las acequias continúan siendo un poderoso antídoto contra las fuerzas que amenazan a las comunidades rurales, una forma de valorar los recursos locales más allá de su valor en dólares y una fuerza catalizadora para compartirlos en momentos de escasez. Durante los años secos, las acequias funcionan para asegurar que todos sobrelleven equitativamente la escasez; ocasionalmente, José ha renunciado completamente a su agua cuando ve que no hay esperanza de producir una cosecha aceptable, así otros parciantes tienen más.
“Nuestro concepto es comunidad”, Junita explica. “Si no puedo obtener algo, ¿de qué me sirve dañar a mi vecino si puedo dejar que él tenga mi agua? ¿Quizás él pueda cultivar algo?”
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Esa actitud comunal se origina en parte en las familias que llegaron al sur del valle de San Luis a mediados del siglo XIX para poblar la concesión de tierras Sangre de Cristo con un millón de acres. Atraídos por promesas de tierras y recursos, se establecieron en pequeñas comunidades agrícolas en tierras donde la banda cuputa de las personas ute habían vivido libremente por miles de años, hasta que colonizadores europeos las mataron o expulsaron a fuerzas a partir de los años 1600. Las familias que se instalaron inicialmente en el valle en la década de 1850 venían principalmente de México, país que le había vendido el territorio que ahora ocupa el estado de Nuevo México (incluido el extremo sur del Valle de San Luis) al gobierno estadounidense unos años después de que terminara la Intervención estadounidense en México.
Las familias construyeron acequias y compartieron el acceso a una parcela de tierras montañosas en las cercanas montañas de Sangre de Cristo. Estas familias dependían de la parcela, conocida localmente como La Sierra, para obtener agua, reunir leña y encontrar alimento. La concesión de tierras terminó por venderse, pero sus siguientes dueños honraron los derechos históricos de las familias locales para que tuvieran acceso a La Sierra.
Durante su infancia, José Martinez recuerda cómo las familias construyeron sótanos para almacenar verduras cultivadas en tierras alimentadas por las acequias, además de carne de venado y alce que cazaban en La Sierra. Esta comida les duraba todo el invierno y, aunque ahora viven en uno de los condados más empobrecidos de Colorado, “comíamos como reyes”, dijo.
Todo eso cambió en 1960, cuando John Taylor, un magnate maderero de Carolina del Sur, compró 77,500 acres de La Sierra, los rebautizó como rancho Cielo Vista, y cerró el acceso para la comunidad local con el objetivo de crear una empresa de explotación forestal. La explotación forestal de Taylor causó daños perdurables en las tierras. Carreteras mal construidas crearon erosión y redujeron la cantidad de agua que corría de las montañas a las acequias, según residentes del área.
El agua no fue el único recurso que se redujo o eliminó debido a las acciones de Taylor. Sin acceso a La Sierra para pastar, las familias locales perdieron sus rebaños y la cultura de autosuficiencia que las había mantenido por décadas. Muchas, como la familia de José Martinez, se fueron del valle. La salud y el bienestar de las familias que se quedaron ahí empeoraron. La gente tuvo que obtener cupones de alimentos y las tasas de diabetes aumentaron enormemente. También hubo consecuencias psicológicas.
“Pierdes la relevancia de lo que tu tierra significa”, dijo Shirley Romero Otero, presidenta del Consejo del Derecho a la Tierra, el cual se formó en el pueblo de San Luis a finales de los años 1970 para que Taylor dejara de prohibir el acceso a la propiedad. (Un grupo de integrantes de la comunidad de San Luis está participando en la estrategia de Colaboraciones comunitarias de The Colorado Trust; en el pasado, Romero Otero formó parte de este esfuerzo.)
En 1981, el Consejo del Derecho a la Tierra movilizó a los residentes locales para que demandaran a Taylor por bloquear su derecho histórico a la propiedad. La batalla legal duró 40 años, peleada por generaciones de las mismas familias, y resultó en un fallo de la Corte Suprema de Colorado en abril de 2003, conocido como Lobato vs. Taylor. El fallo otorgó a las personas el derecho a que sus animales pastaran, a cortar madera y recolectar leña en las tierras, si podían comprobar que eran herederos de la propiedad que originalmente formó parte de la concesión de tierras Sangre de Cristo.
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“Somos muy empedernidos”, Junita me dijo, señalando una antigua fotografía en blanco y negro pegada al refrigerador de los primeros días de la lucha por los derechos a la tierra. Su esposo fue una de las aproximadamente 5,000 personas que recibieron llaves para abrir los portones del rancho después de un proceso de casi 15 años para identificar a los descendientes de la concesión de tierras.
“Nos aferraremos [a ellas]”, Jose agregó.
Los Martinez les deben su persistencia en parte a las acequias: el alma de cada poblado y lo que conecta las personas con las tierras y entre ellas. Cada primavera, comunidades con acequias se reúnen durante un ritual anual llamado “La limpieza” para limpiar la zanja antes de la temporada de riego. Para las familias, sirve como una reunión de hecho; sin importar si ya fueron a vivir a Denver o a California, la gente regresa para La limpieza.
Para Junita, ese aspecto comunal es la razón por la que las acequias importan: trabajar juntos para cultivar un recurso compartido. Es la misma razón por la que cree firmemente en proteger esos recursos contra los fuereños adinerados que amenazan esa cultura. “Somos gente que se basa en la tierra y el agua”, Junita explicó.
El propietario actual del rancho Cielo Vista es William Harrison, heredero de una fortuna petrolera en Texas, quien compró Cielo Vista en 2018. Según el anuncio clasificado de bienes raíces, el rancho se puso en venta por $105 millones y abarca 23 millas de las montañas de Sangre de Cristo, incluidas 18 cumbres de más de 13,000 pies y una de más de 14,000: el pico Culebra, la montaña privada más alta en EE. UU. y probablemente en el mundo entero.
Trabajadores del rancho de Harrison intimidan y han acosado a las personas locales que intentan entrar a la propiedad, según declaraciones legales y residentes, a pesar de fallos legales que afirmar los derechos de los herederos de la concesión de tierras. Con la amenaza creciente de una confrontación violenta, las hijas de José y Junita le dijeron a su padre que no quieren que vaya solo al rancho a reunir leña, la cual él, como muchos otros residentes locales, usa para calentar su hogar.
Una semana antes de mi visita, el Consejo del Derecho a la Tierra presentó una petición legal en la Corte Municipal de Alamosa para proteger el derecho de acceso al rancho de los residentes locales. Durante una audiencia de dos día, un juez escuchó testimonio sobre cómo las tácticas agresivas para vigilar el rancho violan los derechos tradicionales, conseguidos con mucho esfuerzo, a las tierras. Esas tácticas incluyen el rastreo con drones y trabajadores armados y con perros que se les acercan a las personas. El rancho negó estar usando tales tácticas.
En un mensaje electrónico, Harrison, mediante su abogado, escribió que cree que un par de “manzanas podridas” abusan ocasionalmente de esos derechos al cazar ilegalmente, manejar vehículos todo terreno y meterse a escondidas a la propiedad para pescar. “Dicho esto, nos comprometemos totalmente a dar por terminada la hostilidad del pasado y estamos esforzándonos de buena fe para sanar y quedar en paz”, agregó.
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Si las acequias son la costura que mantiene unida a las comunidades, también son lo que las hace vulnerables: las puntadas que pueden descoserse. En años recientes, constructoras se han puesto en contacto con comunidades en otras partes del valle de San Luis para comprar sus derechos al agua y luego mover el agua de la capa acuífera abajo del valle por encima del paso Poncha y al río Arkansas para las ciudades en crecimiento de la Ladera Frontal.
“Algunos de estos lugares parecen pueblos fantasma por eso”, dijo Peter Nichols, un abogado con el Proyecto Acequia, un programa de asistencia legal ad honorem apoyado por la Facultad de Leyes de la Universidad de Colorado en Boulder.
Hasta ahora, las comunidades con acequias se han resistido a esos esfuerzos de las constructoras para asegurar que su agua permanezca en sus tierras. Con la ayuda del Proyecto Acequia y la organización medioambiental no lucrativa Colorado Open Lands, las comunidades con acequias adoptaron estatutos que protegen las acequias contra compradores externos.
Sin embargo, como cualquier colaboración, las acequias no son perfectas, dijo Sarah Parmar, directora de conservación en Colorado Open Lands. “Es complicado porque implica relaciones humanas, y en cualquier momento que exista una comunidad que se remonta múltiples generaciones, habrá resentimientos y cosas que sucedieron que traerán a estas situaciones”, Parmar dijo.
Pero más que nada, las comunidades con acequias reconocen que el agua no solo es un recurso valioso; “es una parte de todo”, Parmar me dijo. “Si jalas ese hilo, todo el suéter se descose”.
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José agarró el brazo de Junita para mantenerla estable mientras salieron caminando para mostrarme el canal Nana, o “zanja madre”, que burbujea abajo de los sauces en su jardín trasero.
“Me mataría ver agua correr que no nos pertenezca”, Junita dijo. “Nos tendríamos que ir”.
Actualmente, hay casas abandonadas esparcidas entre los poblados y carreteras de la cuenca del río Culebra, un recordatorio de cómo esta comunidad, como muchas otras comunidades rurales, han cambiado. Al norte de los poblados, empresas agrícolas gigantes ya reemplazaron las granjas familiares más pequeñas que en su momento ocuparan el valle de San Luis, a la vez que los sistemas de riego rotantes de alta tecnología que usan están agotando a un ritmo alarmante las capas acuíferas debajo del suelo del valle.
Mientras tanto, mucha gente se ha ido; la población del condado de Costilla ahora es casi la mitad de lo que era en 1950. Cuando sus hijas eran niñas, José y Junita se mudaron a Colorado Springs para que pudieran obtener una mejor educación. Pero hay gente que también está regresando al valle, como los Martinez hicieron en 2002. José empezó a cultivar alfalfa otra vez en los ocho acres de su familia y, hace un par de años, dos de las hijas compraron terrenos a ambos lados de sus padres, donde esperan algún día construir sus propios hogares.
En el dialecto español que se habla en el norte de Nuevo México y el sur de Colorado, existe un concepto llamado “querencia”, el cual se traduce algo así como “hogar o sitio del corazón”. Hasta después de haberse ido del valle, José y Junita regresaban con sus hijas a San Francisco cada verano para recordarles: “Aquí es donde regresan al hogar”.