Una publicación de The Colorado Trust
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Temprano una mañana la primavera pasada, Ana Vasquez manejó por las calles desiertas de Aspen, Colorado, a la oficina de una agencia de bienes raíces de lujo ubicada enfrente de la telesilla que sube por la montaña Aspen. A las 6 de la mañana, las calles estaban vacías mientras Ana bajaba la aspiradora de la cajuela de su automóvil y la arrastraba pasando por las puertas de cristal de la oficina. Sacó una llave de su bolsillo y se agachó para abrir el candado de abajo y, luego, porque mide menos de cinco pies de altura, se subió a la aspiradora para alcanzar—con trabajo—el segundo candado en la parte superior de la puerta.

Estaba vestida con pantalones de mezclilla, una camisa negra con rojo oscuro y tenis altos Puma del mismo color rojo—su vestimenta usual. Tiene 45 años de edad, pero no lo parece; su cabello largo y negro casi no tiene canas, y su piel es lisa. Si existe algún indicio de su edad, se encuentra en sus ojos, con frecuencia cansados de trabajar muchas horas limpiando con muy poco descanso.

Adentro de la oficina hay una gran pared de espejos detrás de las escaleras que llevan al segundo piso y a una variedad de obras de arte en venta. Detrás del sofá de cuero blanco hay fotografías de casas en venta: una “cabaña” por $8.3 millones; una casa de cuatro dormitorios en el centro de Aspen por $9.9 millones; una hacienda en Red Mountain por $22 millones. Ana señaló una propiedad (la única) en venta por menos de $1 millón—un condominio de un dormitorio en Snowmass, a pocas millas valle abajo de Aspen.

“Podríamos comprarlo juntas”, bromeó, antes de admitir que sería demasiado pequeño para que ambas viviéramos ahí.

Ana se puso el cabello en una cola de caballo y empezó a sacar los materiales de limpieza de un cuarto atrás de la oficina. Trabajó rápida y eficientemente, vaciando los botes de basura, limpiando los escritorios. Detrás de las grandes ventanas de cristal, el sol salió, iluminando las pistas de esquí con su capa de nieve empolvada y tardía de primavera todavía adherida a ellas. A pesar de que ha estado trabajando en Aspen por casi 23 años, Ana nunca se ha subido a la telesilla frente a nosotras, ni ha tenido la oportunidad de esquiar. Le gustaría aprender, dijo: “por las fotos”, dándome su característica sonrisa traviesa.

* * *

Conocí a Ana a principios de 2019 a través de una organización llamada English in Action, la cual proporciona tutores voluntarios a inmigrantes que quieren aprender inglés en el valle de Roaring Fork. Me acababa de mudar a Carbondale, uno de varios poblados que forman la región del valle de Roaring Fork, el cual se extiende hacia el sudeste desde Glenwood Springs hasta Aspen, un costoso centro turístico. Aspen impulsa gran parte de la economía en el valle a través de sus pistas de esquí, festivales y billonarios que vienen a vivir (por lo menos parte del tiempo) y jugar en las montañas. La mayoría de los trabajadores que mantienen esa economía—desde los trabajadores de construcción hasta quienes limpian las habitaciones de hotel—son inmigrantes latinoamericanos como Ana que trabajan por un bajo salario.

Cuando conocí a Ana, ella había vivido casi 20 años en Colorado, pero no había logrado aprender mucho inglés. Varias veces, se había inscrito y pagado por clases de inglés, pero su trabajo se interponía en el camino. Para Ana, el trabajo siempre ha sido lo primero. Tenía a su madre en El Salvador a quien mantenía, junto con su hijo de ahora 25 años, Fernando, y varios otros parientes que de vez en cuando necesitan su ayuda financiera.

Las razones por las que quise ser tutora eran menos prácticas. Me acababa de mudar a Carbondale y después de años de no sentirme establecida en ningún lugar, estaba buscando una conexión con mi nueva comunidad. Después de un par de semanas, Ana y yo nos acomodamos en una rutina, reuniéndonos todos los lunes a las 5 de la tarde en la biblioteca local. Cuando el clima estaba lindo, íbamos a caminar mientras yo le hacía preguntas y la corregía suavemente cuando intentaba contestarme en inglés con la palabra o frase equivocada, o la ayudaba a encontrar las palabras que estaba buscando. Otras veces, íbamos a comer pizza—su comida favorita—y Ana señalaba tímidamente las rebanadas que quería mientras yo la animaba a pedirlas en inglés. Una vez, me enseñó a preparar pupusas, un platillo salvadoreño hecho con tortitas de maíz rellenas de queso y frijoles o carne.

Sarah Tory y Ana Vasquez. Se conocieron en 2019 cuando las conectó una organización que proporciona tutores voluntarios a inmigrantes que quieren aprender inglés en el valle de Roaring Fork. Fotografía de Will Sardinsky / enviado especial de The Colorado Trust

Poco a poco, se abrió conmigo y me contó de su vida. Llegó a Estados Unidos de El Salvador cuando tenía 21 años, teniendo que tomar la dolorosa decisión de dejar a su hijo de un año para traerlo seis años más tarde. No me dijo mucho sobre cómo llegó aquí, o sobre su experiencia cruzando la frontera—solo que fue peligroso.

En lugar de eso, hablamos sobre su trabajo limpiando oficinas y las casas de personas adineradas en Aspen; sobre su tío y hermano, sobre su hijo. “Hombre loco”, todavía le gusta decir, después de describir las payasadas de los varios hombres en su vida.

En 2001, el año en que Ana vino a EE. UU., un terremoto catastrófico con una magnitud de 7.6 azotó a El Salvador en enero, seguido de otro terremoto con una magnitud de 6.6 un mes más tarde. Los dos terremotos causaron más 1,000 muertes y más de 1.5 millones de personas quedaron desplazadas (el 17 por ciento de la población). Debido a los desastres, el presidente estadounidense George W. Bush (TPS, por sus siglas en inglés) a todos los salvadoreños que estaban en EE. UU., dándoles protección contra la deportación y autorizándolos a trabajar, pero no una vía para obtener la residencia permanente ni la ciudadanía. Para Ana, TPS es tanto su salvación como su maldición—puede vivir y trabajar legalmente en EE. UU., pero sin ningún tipo de certeza de que durará.

Ana es dueña de y vive en una casa rodante en Glenwood Springs, la cual comparte con Fernando y un inquilino, un hombre de El Salvador que también trabaja en Aspen. Además tiene una casa en San Salvador, la capital de El Salvador, donde su madre vive, y le gustaría comprar otra—un lugar pequeño para cuando regrese. No si se regresa, sino cuando se regrese, aclaró cuando le pregunté. Me sorprendió tanto el tono directo con que me lo dijo, como si la realidad de que después de más de dos décadas de crear una vida aquí para sí misma y para su hijo, un día, Ana sabe que debe irse.

* * *

Ana no vino a Estados Unidos debido al terremoto que sucedió en El Salvador en 2001. Como una madre soltera joven, quería escapar de su vida en su país natal. Había dejado sus estudios secundarios cuando quedó embarazada. Necesitaba trabajar para mantener a su hijo, pero los salarios en El Salvador eran tan bajos que no veía forma de mantenerlo, ni un buen futuro para ninguno de los dos. Un par de años antes, su tío había venido al valle de Roaring Fork en Colorado y encontrado un buen trabajo, y Ana decidió que también iría.

Se fue de El Salvador sabiendo casi nada del lugar al que iba. “Pensé que estaba yendo a una gran ciudad con altos edificios de oficinas, ¿sabes?, como Denver o L.A.”, me dijo mientras manejábamos por la carretera 82 de Carbondale a Aspen, con las montañas Elk todavía oscuras levantándose más allá del valle. Aún más confuso, me dijo, riéndose, no se le había ocurrido que la mayoría de las personas hablarían inglés.

Ese día, Ana se había despertado a las 4:30 de la mañana para conducir los 45 minutos hasta Aspen. A esa hora temprana no había tráfico, pero para las 6:30 a. m. con frecuencia hay muchos automóviles en la carretera de trabajadores que se trasladan valle arriba, y eso puede agregar 25 minutos al trayecto, y aún más en el invierno cuando la carretera se pone resbalosa con hielo y nieve.

Ana no sabía manejar cuando llegó a Estados Unidos, así que su tío la llevaba para solicitar trabajo. Tardó tres meses en encontrar uno como limpiadora de turno nocturno en el St. Regis Aspen Resort, ganando un poco más de $7 por hora. Tomaba el autobús de Carbondale, donde vivía, y trabajaba de 10 de la noche a 6 de la mañana antes de regresar en el autobús para dirigirse a otros trabajos limpiando casas y oficinas por todo el valle durante el día. Con frecuencia, se dormía en el trayecto de regreso en autobús del St. Regis, con su único sueño real siendo lo que podía dormir entre las 6 y 9 de la noche. Era demasiado y, después de un par de meses, dejó de trabajar en el St. Regis y mantuvo su trabajo durante el día.

El trabajo con frecuencia es físico. Ana está parada a veces entre 12 y 14 horas al día. La he observado tallar duchas gigantes de vidrio y bañeras tipo jacuzzi, estirar todo su cuerpo a lo largo de una cama tamaño King para poner las sábanas y arrastrar una aspiradora pesada subiendo y bajando escaleras. Usualmente es responsable de limpiar 20 a 25 casas y oficinas por todo el valle, rotando entre ellas por semana o por mes. Actualmente, Ana gana de 20 a 25 dólares por hora, dependiendo de la propiedad; es indudablemente más de lo que ganaba en el St. Regis hace dos décadas, pero apenas se considera un salario digno en los condados de Pitkin o Garfield.

Ana sostiene una fotografía de su hijo Fernando cuando era niño. Fotografía de Will Sardinsky / enviado especial de The Colorado Trust

Las casas en el área de Aspen usualmente son bastante grandes y es necesario pasar 6 a 7 horas limpiándolas. Las más grandes requieren de dos a tres limpiadores, así que Ana a veces contrata a otras mujeres que la ayudan. Una de ellas es Yamile, quien vino de Colombia hace un par de años. Aunque tiene un título universitario en negocios internacionales, Yamile no habla mucho inglés y todavía no tiene una autorización de trabajo—está en proceso de obtener su residencia a través de su esposo (su apellido se omite debido a su estatus migratorio)—así que sus opciones laborales son limitadas, me dijo.

“Es por el dinero”, Yamile dijo cuando le pregunté si le gustaba el trabajo. Estaba limpiando la mesada de granito en una casa de cinco recámaras junto a un campo de golf en Carbondale. Hay una sala de cine en el sótano y la sala de estar cuenta con enormes ventanas de dos pisos de altura, desde el piso hasta el techo, con vistas al monte Sopris de 13,000 pies de alto.

Yamile admitió que casarse con un ciudadano con frecuencia es la única forma como los inmigrantes en el valle logran obtener un estatus legal. “Pero Ana no se va a casar con nadie”, dijo, moviendo la cabeza de lado a lado—ya sea con admiración o con frustración, no logré entender.

Ana prefiere que las oficinas estén vacías y que los dueños de las casas no estén. Es más fácil, me dijo mientras pasaba la aspiradora, ya que no se interponen en su camino. Uno de los propietarios acusa constantemente a Ana de poner cosas en el lugar equivocado después de limpiar, pero Ana no le da importancia.

Le pregunté si a veces le da curiosidad saber sobre las vidas de las personas cuyas casas limpia. “Realmente no”, dijo. “Lo que me da curiosidad es [saber] cómo la gente puede comprar estas casas”.

* * *

Inmigrantes de América Latina han estado viniendo al valle de Roaring Fork desde por lo menos la década de 1980 cuando empleadores empezaron a reclutar a trabajadores para cubrir puestos en la industria turística local—puestos que era imposible cubrir con suficientes estadounidenses. Ahora, alrededor del 60 por ciento de los estudiantes en el Distrito Escolar de Roaring Fork son latinos y, a nivel estatal, más del 20 por ciento de los trabajadores en la industria del servicio y casi el 15 por ciento en la industria de la construcción son inmigrantes.

Al investigar la historia de los inmigrantes en el valle de Roaring Fork, aprendí que en 1999, solo un par de años antes que Ana llegara, el Concejo de la Ciudad de Aspen votó unánimemente a favor de una resolución que exigía al Congreso y al Presidente de EE. UU. que limitaran la cantidad de inmigrantes que estaban ingresando a Estados Unidos debido a su supuesto impacto negativo en el medioambiente. Como Lisa Sun-Hee Park escribe en su libro “Los barrios pobres de Aspen: los inmigrantes vs. el medioambiente en el Edén de Estados Unidos” (en inglés: The Slums of Aspen: Immigrants vs. the Environment in America’s Eden) publicado en 2011, parecía que nadie en el Concejo de la Ciudad de Aspen reconoció “la profunda ironía de que la realidad diaria de este parque recreativo para los adinerados depende enormemente del trabajo con salarios bajos de los inmigrantes”.

La observación de Park sigue siendo mayormente verdad más de una década después: Son los inmigrantes como Ana cuya labor invisible crea gran parte de la imagen del valle de Roaring Fork como el poblado montañoso ideal.

Ana nunca se ha quejado de esta dinámica. Depende de su pragmatismo y de su trabajo, el cual no le deja tiempo para mucho, más allá de aprender inglés. Lo que quiere más que nada es estabilidad para su hijo y para ella, y suficiente dinero para mantener a su madre en El Salvador y para cuando finalmente se retire.

Un par de meses antes, el primo de Ana había llegado a EE. UU. a trabajar. Pensar en que haría el trayecto la asustaba—es aún más peligroso ahora que cuando ella cruzó la frontera. Pero terminó aceptando los riesgos. Lo único que su primo quería era ganar suficiente dinero para comprarles una casa a sus padres en El Salvador. Esa es la razón por la que todos vienen, Ana explicó.

Ana en su hogar en Glenwood Springs. Fotografía de Will Sardinsky / enviado especial de The Colorado Trust

La mayoría de las semanas, cuando le pregunto qué hizo el fin de semana, me dice que durmió, vio televisión o limpió su propia casa. Pero a veces se permite soñar. Le gustaría ser su propia jefa, en lugar de trabajar a través de una compañía de limpieza que se lleva la mitad de lo que gana. O, si pudiera finalmente terminar la escuela, le gustaría ser enfermera, me dijo. Cuando no está demasiado cansada, va a caminar por algunos de los senderos cerca del pueblo, con vistas al monte Sopris. Algún día, me dijo, le gustaría subir hasta la cima.

* * *

La cosa más difícil que Ana ha hecho en su vida fue dejar a su hijo en El Salvador para venir a EE. UU. Fernando tenía un poco más de un año de edad cuando Ana lo dejó con su madre. Fernando se unió a Ana en Colorado cuando ya tenía siete años.

Reconectarse fue duro. Fernando vino con el hermano de Ana, quien tenía 14 años en ese entonces, y ambos niños enfrentaron dificultades. Un día, Ana vio algo que Fernando había escrito en el pilar de su cama: “Te odio mamá”.

Una vez, Ana se frustró tanto con los niños que les dijo que si odiaban tanto estar aquí, podía comprarles boletos para regresar a El Salvador. Pero se quedaron. Para finales de ese año, Fernando podía hablar inglés casi con total fluidez.

Ana pensó que se quedarían en Colorado solo un par de años. Ganaría suficiente dinero para comprar una casa en El Salvador y luego ella y Fernando regresarían después de que él tuviera la oportunidad de crecer aquí y aprender inglés. El plan nunca había sido vivir en EE. UU. para siempre, pero conforme Fernando fue creciendo, el plan se complicó.

Fernando tiene un permiso de trabajo y protección contra la deportación a través del programa de Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (DACA, por sus siglas en inglés), el cual ayuda a la gente joven traída sin autorización a Estados Unidos cuando niños. Se graduó de Colorado Mesa University en 2021 con un título en psicología, y aunque DACA ha estado en una incertidumbre legal por años y no ofrece una vía hacia la residencia permanente ni la ciudadanía, Fernando no tiene deseo alguno de regresar a vivir a El Salvador, un país que apenas recuerda.

Ana se dio cuenta de que ella y su hijo se separarían otra vez algún día. Le dijo a Fernando que ella se regresará a El Salvador cuando tenga 50 años—en cinco—aunque me dijo que quizás se regrese a los 55. Para ese entonces, espera que Fernando, quien actualmente vive con ella mientras solicita trabajo en varias clínicas, esté más establecido en su profesión.

Lo que sí sabe es que quedarse en EE. UU. para siempre no es una opción. Con TPS, Ana nunca cumplirá los requisitos para recibir Seguro Social ni ningún otro beneficio del gobierno. Retirarse aquí jamás será posible; tendría que seguir trabajando hasta el día que muera para pagar por el alquiler del terreno donde está su casa rodante. “Quiero disfrutar mi vida”, dijo.

Los artículos de limpieza de Ana y los zapatos que usa para trabajar. Fotografía de Will Sardinsky / enviado especial de The Colorado Trust

Yo también me pregunté si existían otras razones por las que Ana quería irse. Antes que saliéramos de la oficina de bienes raíces esa mañana de primavera, Ana me preguntó si había escuchado sobre una nueva ley en Florida que “prohibía a los inmigrantes” y me mandó un videoclip de las noticias de TV en español que había visto en Facebook. Estaba hablando sobre una extensa propuesta legislativa contra la inmigración que legisladores en Florida aprobaron para limitar los servicios sociales para los inmigrantes indocumentados, invalidando sus licencias de conducir emitidas por otros estados y obligando a los hospitales que reciben fondos de Medicaid para que preguntaran el estatus migratorio de un paciente.

Pensé en cómo, si escuchas constantemente que muchas partes del país están activamente tratando de criminalizar tu existencia, quizás empieces a creer que realmente nunca fuiste bienvenida aquí.

* * *

Cuando Ana me dijo sobre sus planes de regresar a vivir a El Salvador algún día, sentí que de alguna forma había fracasado como su tutora. Como si aprender inglés la haría sentir que pertenecía aquí de la misma forma como enseñar me había ayudado a sentirme establecida. Y también me sentí triste, por las grandes diferencias entre cómo nuestras experiencias de inmigrantes terminarían.

Ana y Sarah usualmente se reúnen los lunes por la tarde. Fotografía de Will Sardinsky / enviado especial The Colorado Trust

Nací y me crie en Canadá y, después de venir a Estados Unidos para ir a la universidad con una visa de estudiante, viví en este país por casi una década con una visa de trabajo que se ofrecía a mexicanos y canadienses a través del Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Renové mi visa casi cada año o cada vez que obtuve un nuevo contrato laboral; nunca hubo ninguna garantía de que mi visa se renovaría, así que me acostumbré a vivir con mucha incertidumbre. Sin embargo, más allá de eso, la realidad de Ana y la mía como inmigrantes son distintas.

Con frecuencia, Ana y yo hablábamos sobre cómo guiarnos por el sistema de inmigración de EE. UU. y qué opciones teníamos para obtener la residencia permanente. Ana no podía entender por qué mi pareja en ese entonces y yo no nos habíamos casado todavía. Para ella, era una solución muy obvia. Yo me reía y trataba de explicarle el estereotipo del “matrimonio por la tarjeta verde”, pero sabía que ella pensaba que yo estaba siendo poco práctica de una forma que ella no podía arriesgarse a ser.

Después de casi cuatro años de estar en pareja y de investigar mucho sobre mis opciones para recibir una tarjeta verde (de las cuales no había ninguna), mi pareja y yo nos casamos el verano pasado. Ninguno de los dos quería seguir lidiando con el estrés anual de las renovaciones de mi visa y el riesgo de que nos separaran. Aunque no había solicitado una tarjeta verde todavía, la Navidad pasada, cuando estaba regresando de visitar a mi familia en Canadá, fui a renovar mi visa de trabajo en la oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de EE. UU. en el aeropuerto de Vancouver. El agente rechazó mi renovación. No tuve tiempo de abogar a favor de mi caso antes que el agente llamara a los oficiales de aduanas canadienses para que me acompañaran a salir del aeropuerto.

Hasta ese momento, había dado por hecho mi sentido de pertenencia en EE. UU. de una manera que solo yo—una mujer blanca anglosajona—podía. Pero en ese momento, entendí cómo era sentir que tu vida no te pertenece, sino que le pertenece a una burocracia con frecuencia cruel y desconcertante.

Llamé a un abogado, quien me asesoró para regresar a EE. UU. con una visa de turista, y luego solicité inmediatamente la residencia. Cuando le dijo a Ana lo que había pasado, bromeó que había pensado brevemente en pedirle a un hombre mayor y amable que conocía y que era ciudadano estadounidense que se casara con ella para que obtuviera la tarjeta verde. Pero la idea era un poco demasiado incómoda, hasta para ella.

“Jamás podría hacerlo”, me dijo.

* * *

Una tarde, Ana y yo fuimos a caminar alrededor del parque de perros abajo de mi apartamento antes de sentarnos en una mesa para picnic donde hablamos de gramática. Le recordé que aprender inglés cuando eres adulto y casi no tienes oportunidad de practicar es difícil—hay tantas diferencias sutiles extrañas y reglas irracionales. Por ejemplo, la diferencia entre “may be” (puede ser) y “maybe” (quizás), o cómo el verbo “to read” (leer) se conjuga igual en el pasado y en el presente. Aunque Ana ha mejorado mucho su inglés en los cuatro años en los que hemos trabajado juntas, todavía se olvida de algunas palabras y confunde estructuras en oraciones. Con frecuencia, se frustra porque piensa que no ha progresado.

Ana me dijo una vez que aprender inglés es para su vida ahora y para su vida después, cuando, de vuelta en El Salvador, quizás pueda ganar buen dinero en un centro de llamadas o como traductora. El inglés será un puente entre los mundos que habita y entre las vidas que ha construido. Y cuando llegue el momento de irse, su inglés será la única cosa que podrá llevarse con ella.

Ana afuera de su hogar en Glenwood Springs. Fotografía de Will Sardinsky / enviado especial de The Colorado Trust

Traducido por Alejandra X. Castañeda

Sarah Tory

Periodista
Carbondale, Colo.

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